Argentina, o un caso de “utopía regresiva"

Por Fernando Henrique Cardoso

06.06.2010  Perfil

La crisis mundial de 2008 golpea a América latina en un momento de fuerte crecimiento económico y de proyección creciente en el espacio global. Cambios profundos en los procesos de producción y la inversión de capital en las economías emergentes marcaron el inicio de una nueva etapa en el proceso de globalización, determinado por una reconfiguración del poder desde el norte hacia el este y el sur del planeta.

El cambio de milenio marcó el inicio de un nuevo mundo –independiente e interconectado, multipolar y multicultural– con características profundamente distintas del orden internacional establecido después de la Segunda Guerra Mundial.

Es en este escenario geopolítico en transformación que una crisis financiera en el centro del sistema deriva en una crisis sistémica e impacta en la economía real de todos los países.

La crisis de 2008 marca el fin de un ciclo. El colapso del fundamentalismo de mercado, basado en el mito de que los mercados son capaces de autocorregirse y autorregularse, ocurre de forma tan rápida e inesperada como el colapso del sistema soviético.

La diferencia con las crisis anteriores reside en dos hechos concretos: por un lado, la intensidad de la intervención de los gobiernos para regular la exuberancia irracional de los mercados –por primera vez, una crisis mundial está siendo enfrentada por medio de una acción concertada globalmente por los Estados–; por otro lado, el hecho de que los países emergentes estén mejor preparados para enfrentar la crisis y tengan una mayor participación en las decisiones que afectan el futuro de todos.

Dada la interconexión de la economía global, la profundidad y la duración de la crisis son imprevisibles. Sin embargo, no todo lo que ocurre es negativo. De la misma forma en que la globalización no significó el “fin de la historia”, la crisis actual no significa el fin de la globalización. Puede significar, en cambio, la transición hacia una nueva etapa impulsada por una interrelación más dinámica entre sociedad y política, economía y cultura. En contraste con la exuberancia irracional de los mercados, la crisis favorece la revalorización de los conceptos de trabajo y ahorro, de transparencia y confianza, de innovación e inversión, como los caminos más seguros para generar prosperidad y solidaridad social.

La búsqueda del beneficio a cualquier precio condujo a una impasse institucional. El modelo de la era consumista mostró sus límites. Con ello se abre un espacio para profundizar la discusión sobre los fundamentos de nuestras sociedades, sobre lo que entendemos por calidad de vida y por equilibrio deseable entre libertad personal y solidaridad social, autonomía individual y bien común.

El mercado ya no puede ser el único valor determinante de la conducta individual y colectiva. Hay que valorar otras formas de pertenencia que produzcan identidad y cohesión social. Esta plataforma, que antes era proporcionada por el mercado y la empresa, hoy es incierta.

En América latina gana importancia la temática de la seguridad en sentido amplio: físico, psicológico y económico. Crece un deseo de comunidad que no está dado por el mercado competitivo. Existe un anhelo general, un deseo de superar la oposición entre individualismo e intereses colectivos. Estas demandas son reforzadas por la aparición de otros actores en el espacio público, más allá del Estado y el mercado.

Es difícil caracterizar lo que ocurre en la Argentina, país cuyos gobiernos, provenientes de la tradición peronista, adoptan algunas políticas socialdemócratas, respectando al límite las reglas formales de la democracia, pero operan con instituciones menos consistentes que, por ejemplo, las chilenas y aun las brasileñas y asumen, de tanto en tanto, posturas antiglobalización. ¿Por qué es tan difícil caracterizar el proceso político argentino? Visto a la distancia por alguien que, desde hace tantos años, acompaña la vida política y social del país –y la acompaña con un interés no sólo académico sino con el afecto personal y el interés político de ver por delante un camino mejor–, lo que más nos condiciona es tener que colocar a la Argentina en los “itinerarios incompletos”.

Doy por sobrentendido que los países latinos fueron construyendo caminos, históricamente variables, para responder al difícil desafío que propone la “tercera ola de democratización”: la reinserción en el mercado global, después de décadas de políticas de sustitución de importaciones y de fortalecimiento del mercado interno; la reconstrucción de las instituciones y de los valores democráticos, después de soportar variadas formas de autoritarismo; el encauzamiento, en fin, de las respuestas a las problemáticas sociales de la pobreza y la desigualdad, que crecieron como consecuencia del desinterés doméstico y de las numerosas crisis económico-financieras que atacaron a los países.

Hay una relación no mecánica entre responder de forma positiva al orden global y encontrar respuestas para las cuestiones sociales. Dadas las dificultades concretas existentes en algunos países para la reinserción productiva, se explican (sin que las quiera justificar) las tentativas de una “refundación” y la búsqueda de soluciones alternativas, en general más simbólicas que efectivas, para acelerar la integración de las minorías marginadas. Muchas veces, la incapacidad de las elites políticas de construir formas de integración, sumada a la corrupción endémica y a la debilidad de las instituciones, llevó a los países a buscar caminos alternativos de discutible pedigree democrático. Sin embargo, con todas las limitaciones que se puedan señalar, no es éste el caso de la Argentina. Este país dispone de una gran base económica (más que razonable); posee una agricultura de exportación altamente competitiva y sus problemas sociales son menos complejos, comparados con los de la mayoría de los países de la región. Entonces, ¿por qué en vez de clasificar el estilo político predominante como democrático, con fuerte énfasis en las políticas sociales, hago la salvedad de su condición incompleta?

Tentativamente, tal vez porque en la búsqueda de la corrección del rumbo económico, el gobierno de Carlos Menem haya influido demasiado en la dirección de una respuesta “de mercado”, desorganizando el sector público en su capacidad regulatoria e incluso de efectivización de políticas sociales; tal vez porque las facilidades ofrecidas por las ventajas comparativas del sector rural hayan inhibido el desarrollo de la industria, exponiendo la economía del país directamente a los azares de la fluctuación de los precios de las commodities; tal vez porque el brutal desplazamiento de la política externa hacia la órbita estadounidense para compensar el atraso estratégico de ajuste de rumbos anteriores haya, posteriormente, reactivado el nacionalismo y una cierta desconfianza de los alineamientos internacionales; tal vez, sobre todo, porque los éxitos en el crecimiento económico y en la prosperidad en épocas anteriores hayan disminuido el “instinto animal” de los empresarios. El hecho, comparativamente, muestra que la economía del país no dio el salto que se esperaba.

¿Habrá habido, más allá de la falta de apetito empresarial, ceguera política institucional? Me duele decirlo, pero posiblemente sí. La lenta, no diría destrucción, pero sí recuperación del sistema partidario en el posmenemismo; la incapacidad de los políticos radicales de dar una respuesta convincente al país que los distinguiese de la memoria de los “años de oro” del peronismo, hizo que casi todo se disolviese en un partido que se califica como movimiento y en una lucha entre facciones del justicialismo que no se distinguen por visiones alternativas sino por manipulaciones de diversas partes del aparato político y del sindical. Al no existir contrapuntos valorativos en el espectro institucional (fuera de él, la izquierda revolucionaria se desmoronó), la política se transformó en una administración de favores e intereses. En ausencia de un “proyecto de nación” que apunte a un camino de supervivencia y prosperidad en el mundo globalizado, pasó a predominar lo que calificaría como otra vertiente de las “utopías regresivas” (calificativo que he usado para caracterizar el Movimiento de los SinTierra en Brasil): cerremos más la economía; intentemos fabricar “nacional” en vez de importar, incluso de los vecinos del Mercosur; apoyemos verbalmente las “situaciones fundacionales”; pero no lleguemos a tanto; tengamos de vez en cuando un poco de audacia, como la de aquellos países “fundacionales”, para contener las críticas de los medios de comunicación; sin olvidar que no pagamos la deuda externa a tiempo y volvimos a crecer. Otro desarrollo tal vez sea posible...

Sólo que la Argentina es una sociedad de masas, sus clases medias son más numerosas proporcionalmente que las de los demás países de la región, su población tiene un nivel elevado de educación, etcétera. Todo eso provee los ingredientes necesarios para la definición de estrategias de desarrollo económico capaces de permitir al país una integración más favorable en el orden global, incluyéndose en él, naturalmente, América del Sur. Tal vez sea el único país de la región –por lo menos uno de los pocos– que pueda apostar por el desarrollo de las tecnologías de información, tal vez el lanzamiento de un programa espacial, y ciertamente, por un lugar bajo el sol en la competencia por la nueva economía energética con conciencia ambiental. Entonces, ¿por qué no?

Es inevitable tener que reconocer que existe, en este caso, un problema de conducción política. Las condiciones estructurales no explican el camino recorrido ni tampoco la falta de empeño en la búsqueda de caminos mejores. No ha surgido hasta el momento líder o partido político, organización de masas o sector empresarial, liderazgo intelectual o moral que sea capaz de electrizar nuevamente la pugna política y despertar a la población para la búsqueda de días más gloriosos. Todavía hay tiempo.



*Extraído de Argentina 2010. Entre la frustración y la esperanza.



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